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Cultura

2º aniversario del fallecimiento del escritor y profesor Héctor Norberto Guionet

Lo recordamos con su sonrisa franca, su amabilidad, su solidaridad y su amistad. Compartimos el capítulo “Un domingo de colonia” de su libro "Aquellos Jóvenes años".

En el 2do aniversario del fallecimiento de Héctor Norberto Guionet, escritor y profesor sanjosesino, lo recordamos con su sonrisa franca, su amabilidad, su solidaridad y su amistad. Cada evocación, cada vivencia atesorada del San José de otro tiempo, nos enseñaba- sin proponérselo- a vivir la vida en plenitud.
"En avant avec un sourire", "Adelante con una sonrisa".
Compartimos el capítulo “Un domingo de colonia” de su libro Aquellos Jóvenes años.

Un domingo de colonia
Era un domingo de sol, que transpiraba olor a campo. Petronita y Lela habían viajado a “la colonia” el día antes. Siguiendo el ritual de la consulta previa a la abuela después de misa con el clásico “hay lugar?,”... Tito lo había hecho esa mañana.
Almuerzo a mediodía en punto, la siesta más breve, acortada por los preparativos para recibir a las visitas. Un espacio de sociales en el vestíbulo y, por fin, “la burra”, en torno a una larga mesa.
Los más entusiastas eran Petronita y su madre, el cura y las visitas que habían llegado desde Colón. El abuelo Juan se sumaba para acompañar. Los novios de las dos hijas aún solteras, vigilados desde las fotografías murales por los ancestros Moix de la madre de Petronita, permanecían en el comedor hasta el momento del té, que reunía a todos. Durante ese paréntesis, especialmente las novias, tenían la oportunidad de mostrar sus habilidades reposteriles. Y las granjas sus dulces. Los pasteles eran responsabilidad de Petronita. Del mantel blanco que en el centro tenía bordadas las iniciales JB de los dueños de casa, de los arreglos florales y de que el ambiente tuviera un toque de buen gusto, se encargaban las hermanas. Todas aunando opiniones para el mayor brillo de la reunión.
Después del té, Lela se entretenía con sus primos Decurgez si habían ido con su madre, Leonides Bastian. Tito iba a dar una vuelta para ver el campo, el cielo que le parecía infinito, a los caballos, a las vacas lecheras, los terneros, las ovejas, la quinta de frutales, los lechones y a las cluecas que, bordeando dos galpones, trabajaban dándoles calor a los nidos donde se gestaban nuevas vidas.
Unas veinte por galpón. Había escuchado que, además, algunas empollaban futuros pavitos. Cuál sería su sorpresa cuando un domingo, al levantar a una de ellas, vio que un pico se asomaba apenas comenzando a romper la cáscara: la imaginación en proceso de aceleramiento, lo indujo a guardarlo en el bolsillo del pantalón. Cerrando cuidadosamente la puerta de la habitación “de las cluecas”, se integró a los demás escuchando una pregunta ya familiar: “¿dónde estabas?” que se evanescía en el aire, o con una respuesta, que no decía nada: “por ahí...”.
Petronita y Lela se quedarían hasta el día siguiente pero Tito se sumó al pasaje de uno de los autos que pasaban por San José: el de Kico, el novio de Esilda Bastian, con quien tenía “buena onda”. Guardando superficialmente las formas, su pensamiento no se apartaba de la vida que mantenía oculta en el bolsillo. Y fue el regreso, a la casa de Luda. Con ella, prepararon una caja de cartón con lana y retazos y pusieron el huevo al calor de la cocina. Así hizo eclosión un pavito que, desde su nacimiento, no tuvo otra relación más que la tía Luda... y Tito. Posiblemente identificaba a Luda como a su madre, respondiendo increíblemente a sus llamados, a sus requerimientos, inclusive para realizar sus necesidades fisiológicas en el patio de tierra, de lo que había hecho un hábito. Él la seguía a todas partes y cuando ella se sentaba, permanecía a su lado. A la “hora de la siesta” tenía destinado un almohadón al lado de la cama de Luda al que se subía y producía el sonido de un prrr... indicador de silencio. Cerraba los ojos y permanecía echado durante todo el lapso de la siesta. Después la seguía en su actividad hasta el anochecer, en que le pedía que lo pusiera en su cajita. Así fue creciendo hasta que, un día, se puso más lento y triste. Al mismo tiempo el cambio de consistencia y tono de sus deposiciones parecían anunciar un desarreglo intestinal. Tito lo comentó en la veterinaria que, a media cuadra, tenía don Miguel Salim: indicó un medicamento líquido. Muy a pesar de Luda y de Tito no produjo el beneficio esperado. Dejando a la jornada su tristeza y su recuerdo, abandonó la aventura del vivir.
La convivencia de Luda con Tito continuó durante toda la escuela primaria, él, extrañando a veces en silencio a aquella familia de la que, alguna vez, había formado parte con la madre.

“Pasaporte”
Los domingos el hijo de Petronita mantenía dos objetivos fijos: ir al río o viajar a la colonia; allá estaban su madre y Lela y las madrugadas encendían margaritas, dalias y camelias, flanqueadas para el asombro por formas de vida imprevistas que surgían con su propio discurso por todas partes .
Un domingo, vivió el rebote de sus esperanzas al depositarlas en la decisión de la abuela. Y esto le abrió una ventana a la imaginación: el domingo siguiente, especulando con que era el cumpleaños de ella, apareció junto a la puerta del coche con un ramo de dalias que había comprado (generosidad de Luda mediante) por treinta centavos a una de las familias Rougier de la calle Rivadavia, donde las hijas alternaban el trabajo de modistas con el de la huerta, o de un jardín que parecía no tener límites. Acompañado con la frescura de su presente, dejó que las dalias se expresaran, lo que enterneció -o al menos agradó- a la abuela, quien también era su madrina, y que con una sonrisa les contaría al marido y a los hijos a medida que iban llegando al coche después de misa, sobre el gesto del nieto. Conversando para adentro, Tito reflexionaba sobre el exitoso encuentro de la llave que le había abierto la posibilidad Cerda de viajar.

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